El dentista

Era un día más en la consulta, lo era hasta que  el reloj se situó en las 17:27 horas y una voz del pasado, casi fantasmal, se acercó al mostrador:

-Buenas tardes, teníamos cita a las cinco y cuarto, llegamos algo tarde.

Yo estaba con la vista fijada en el ordenador y al levantarla hacia aquel paciente, la vida se retorció y me ofreció uno de esos momentos que quedan grabados en la retina para siempre.

Era él. Con 20 años más. Con un niño que, a buen seguro, sería su hijo. Un hijo que tendría la misma edad a la que nos conocimos su padre y yo.

Juan y su rostro afilado, ahora cubierto por una barba de una semana muy desaliñada.  Juan y su mirada áspera, la que no dejaba lugar a dudas a la hora de reconocerle.

-¿Miguel? ¡Coño, Miguel! Eres tú, ¿verdad?

Sí, pedazo de cabrón, soy yo. Soy el adulto al que ha dado lugar aquel niño cuya vida fue un infierno gracias a ti. Y tú ahora estás en mi consulta, trayendo a tu pequeño al dentista, con una edad en la que los sentimientos se rompen con facilidad y los miedos buscan acomodo de por vida.

-Hola, Juan (con forzada educación) ¡Qué sorpresa! ¡Cuánto tiempo! Te he reconocido al instante.

Todo fue una formalidad. Yo le hice la ficha al pequeño Aarón, ya que era la primera vez que venía y le acompañé hasta una de las salas para revisar su dentadura que, seguramente, requeriría que portara algún aparato corrector.

-Acompáñame, Aarón, que no vamos a tardar nada, y tranquilo, que esto no duele absolutamente nada.

-¿Puedo entrar con él?

-Si quieres, sí, pero no es necesario

-Espero aquí sentado

Me giré y recorrí el largo pasillo hasta las salas con su hijo. Y juro que ninguna distancia se me ha hecho más larga. Podía notar su mirada atravesando mi espalda, su estúpida sonrisa simulando que este mundo es mejor gracias a él. Pobre chaval este Aarón. No es consciente de que su padre es un tremendo hijo de puta que se dedicaba a pisotear a niños como él, a meterles la cabeza en los retretes del colegio, a presionarles la cabeza contra la pared y husmear en los bolsillos a su antojo.

Muchas de las lágrimas que yo he derramado en la soledad de mi infancia llevan su firma, y yo me callaba, me tragaba el dolor y buscaba una salida a todo ese sufrimiento, una salida que, en alguna ocasión, pensé que estaría fuera de esta vida, en la más plena oscuridad, en el silencio eterno, lejos de su risa, de sus insultos puntiagudos, de sus duros puños golpeando mi estómago.

Mi infancia rota, mis padres sin noticias de todo lo que había dentro de mí. Pero por suerte todo cambió, me cambiaron de instituto al cabo de los años debido a una mudanza y la vida me regaló una nueva oportunidad. Pero el sufrimiento sólo había cambiado de cuerpo. Juan siempre tendría una víctima fresca en la puerta de los baños, en el comedor, a la salida de clase, pero yo, en un ejercicio egoísta y de supervivencia, me conformaba con estar vivo, con haber dejado de ser presa.

Y aquí estamos, la vida nos ha situado frente a frente, para reabrir heridas, para clavar un cuchillo candente en mis pensamientos y hacerme creer que esta consulta de colores fríos es una cápsula del pasado, un lugar donde los fantasmas se pegan un festín.

-Bien, Aarón, abre ligeramente la boca que vamos a ver cómo tienes la sonrisa.

-Seguro que no duele, ¿no?

-No, tranquilo. Sólo voy a mirarte.

Allí estaba yo, lejos de los ojos de su padre, con el crío a mi merced. Cerca de ser un saco de boxeo sobre el que, con extrema facilidad, podría caer mi venganza y mi frustración. Pero, ¿no estaría siendo el mismo monstruo que su progenitor?

Me temblaba el maldito pulso, estaba muy nervioso, veía en la mirada de aquel niño la de su propio padre y mi estado mental comenzaba a no ser el adecuado. Aarón lo notó porque se puso tenso y cerró los ojos.

Apreté su cabeza contra el respaldo con una fuerza que iba en aumento, y al primero de sus lamentos paré:

-Perdona, lo hago más flojito.

Y fue entonces cuando introduje unos algodones en su boca y le tapé los orificios nasales. Comenzó a hacer movimientos bruscos, tratando de zafarse de mis manos mortales, pero esta vez yo era el depredador y él mi presa. Y allí, en la soledad de aquella fría consulta, murió lentamente, con su mirada reclamando la piedad que yo nunca hallé en los ojos de su padre. Se apagó como lo hizo mi infancia, de forma silenciosa, sin nadie que acudiera a ayudar.

Pero todo esto fue una ensoñación de todo lo que mis rincones más oscuros quisieran haber dibujado aquella tarde de septiembre. El niño estaba bien, sólo necesitaría el uso de brackets y no conocer nunca quién fue un día su padre. Pero yo no podía ser juez de mi pasado en el presente de este inocente. Era un dentista haciendo su trabajo, siendo un profesional.

-¿A qué no te ha dolido nada?

Regresamos a la sala de espera y le dije a su padre el tratamiento a seguir. Entonces les apunté una nueva cita y se despidieron de mí:

-Gracias, Miguel. Por los viejos tiempos en el colegio. Todo bien, ¿no?

Aquella pregunta podría ser interpretada como el que pide perdón y enterrar el hacha de guerra junto al pasado en el que se blandió.

-Sí, claro. No te preocupes, somos una de las mejores consultas de por aquí. Va a estar genial.

-Muy bien, nos vemos. Gracias de nuevo.

Y se marcharon. Mi pasado abandonó aquel lugar y yo regresé a mis tareas. Solicité el traslado a otra consulta de la franquicia y el día siguió su curso.

Los niños durmiendo y los monstruos acechando bajo la cama.

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